Mientras en mi país el chavismo mata gente; impotente, camino en círculos frente a los libros, como si esperara de ellos alguna señal. Entonces, Antígona me asalta como fantasma. Pienso en Por qué leer los clásicos de Ítalo Calvino porque Antígona parece estar “en contradicción” con la vida real, lo que pasa, y hasta con lo conveniente, de lo que advierte Calvino en su ensayo, pero es que lo real y lo conveniente también pueden ser contradictorios en sí mismos.
En este drama clásico, recuerdo que, agobiado ante la peste, el consultor de palacio, el ciego Tiresias, revela que Edipo y Yocasta viven en maridaje incestuoso y son la causa del miasma que azota a Tebas. En consecuencia, Edipo se pincha los ojos y se va al exilio y Yocasta se suicida. Pero sus hijos varones, Polinices y Eteocles, han muerto el uno por el otro, disputándose el reino. Al final Creonte, hermano de Yocasta, se queda con el trono. Ahora, el favorito del nuevo rey era Eteocles, para quien ordena un entierro con honores. En cuanto a Polinices, decreta no darle sepultura ni llorarle, dejarlo “como presa a las aves carnívoras”. Por su lado, las hermanas de los príncipes caídos en batalla, Ismene y Antígona, se debaten ante el decreto de Creonte. Ismene teme y obedece; Antígona sabe que no hay derecho a que se le impida cumplir con su familia. Creonte es informado de que “alguien ha sepultado al muerto” con arreglo a “los ritos fúnebres de costumbre”. Y una vez conocida la autora del desafío, Antígona es llevada ante el rey y acusada de violar la ley y traición, pero esto no la turba. Le dice, por el contrario, que esas leyes no son hechura de Zeus: “Y no he creído que tus edictos pudiesen prevalecer antes que las leyes no escritas e inmutables de los Dioses, puesto que tú no eres más que un mortal… y todos dirían que he hecho bien si el terror no les cerrase las bocas”. Antígona no cede a la desgracia ni al miedo, y es condenada a muerte.
Luego, Hemón, hijo de Creonte y Eurídice, novio de Antígona, reclama a su padre tantos dislates y le hace saber lo que la calle habla: “porque tu aspecto lacera al pueblo de terror, y calla lo que no oirás de buena gana, pero a mí me es dado oír lo que se dice en secreto y saber cuánto lamenta la ciudad la suerte de esta joven digna de las mayores alabanzas. No tengas por pensamiento que no hay más palabras que las tuyas. Mira como los árboles, a lo largo de los cursos de agua hinchados por las lluvias invernales, se doblegan para conservar sus ramas, mientras que todos los que se resisten mueren desarraigados. No hay ciudad que sea de un solo hombre. ¿O es que censurar cosas insensatas es amenazar?”
Creonte: ¿Flaqueo, pues, respetando mi propio poder?
Hemón: No lo respetas hollando los derechos de los Dioses.
Sin embargo, Hemón, ante la muerte de Antígona, se arroja sobre su espada y, su madre Eurídice, enloquecida de dolor, se hiere fatalmente frente a la tragedia.
A última hora, Creonte, acosado por ese entorno de muerte, se llama a sí mismo insensato y grita angustiado que todo lo que poseía ha desaparecido: “un insoportable destino se ha precipitado sobre mi cabeza”. Y el Coro, voz del pueblo, canta que “es preciso reverenciar el derecho de los Dioses. Las palabras soberbias atraen sobre los orgullosos terribles males que les enseñan tardíamente la prudencia”.
Pero hartos de tanta desgracia y tozudez, los lectores suscritos al radical Happy Ending Movement, bien podrían cambiar el desenlace de esta obra, agregar algunos giros inesperados por algo más esperanzador, digamos; aun sobre el reclamo de Sófocles, que en paz descanse; después de todo, el poeta trágico tampoco tiene la última palabra.
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