Agotados todos los gestos de la formalidad prevista, conciliadas las muchedumbres, uniformada la sociedad en su aceptación de la miseria, sin clases sociales ni educación como disidencia, Venezuela es hoy un organismo autoinmune, devorada por su propia herencia, esta la lacera hasta reducirla a la peor de las discapacidades: el conformismo.
«Quien se plantea falsos problemas obtiene falsas soluciones», y aquí Jorge Luis Borges parece estar haciendo el mayor aporte a la política venezolana de estos días. En nuestro caso, y tras veinticinco años, la clase política ha demostrado haber hecho un diagnóstico equivocado, y aderezado de contumacia. Arrogarse la representación de una sociedad supone el conocimiento de la biografía general de esa sociedad, desde su historia pública hasta sus pulsiones, de lo contrario se estaría ante un ejercicio demagógico o inocuo.
Cuando el chavismo llega al poder en 1998, de alguna manera habrá demostrado tener ese conocimiento, si hasta ahora lo ha retenido es porque está conectado con las estructuras sensibles, sutiles o primitivas, de una fisiología. La clase política, como un médico incompetente, ha insistido en un diagnóstico irreal y a partir de allí ha gestionado un programa de oposición: ya no se trata de lo ideal ilusorio, estaríamos hablando de sus consecuencias. Y estas han sido la destrucción pausada pero impasible de una sociedad; el país, como un niño ante la guía de los adultos, ha seguido las indicaciones de sus tutores. Aquel conocimiento le ha permitido al chavismo una relativa eficiencia en el uso criminal de la renta petrolera. Mientras ellos jugaban a policías y ladrones, la clase política jugaba a casitas y muñecas. La aceptación de unas reglas del juego sin garantía, la validación de una constitucionalidad inoperable, la fe ciega en un legado nunca revisado, es el fondo de un aleccionamiento trágico. Una institucionalidad desmontada, pero hecha instrumento de acato y reverencia entre los desorientados, creían estar obedeciendo el acuerdo. Entre tanto, en medio de esta convicción, la gente ha salido a la calle a hacerse matar, al menos en tres ocasiones. Y no me duele la demografía anónima, sino la amargura de los deudos de esos venezolanos con nombre y apellido, familias tocadas para siempre por el llanto.
El referente real para tomar decisiones, hacer juicio de la condición de una sociedad, no es ni el modelo político de convivencia ni los períodos de gobierno. Durante 25 años hemos visto el desmantelamiento del mecanismo que de alguna manera hacía posible la convivencia inercial de una democracia incapaz de fecundarse en la práctica de virtudes cívicas, y sin embargo ha funcionado como parapeto para emocionar a los despistados de lo political correctness. Eligieron una cultura electoral que condenó al país a una tiranía, lo de dictadura desaparecía, pues el chavismo había lavado su pecado original con elecciones, que hoy sean fraudulentas en nada incide, para la clase política y los organismos internacionales solo cuenta el procedimiento, frente a estos últimos Venezuela es una democracia, pues hace elecciones, de ahí se desprende una valoración, y en correspondencia con el silogismo de Vargas Llosa («Fidel Castro destruyó una tiranía y Pinochet destruyó una democracia»). Me pregunto cuál será el sibilino sentido de la insistencia en un orden, en una constitucionalidad jurídica ajena a toda posibilidad de reconstituir la nación. Se invoca la paz desde un nominalismo que aterra, se esgrime un instrumento escrito, desde hace rato hecho tinta fósil.
El referente debía ser el genocidio en curso, la desaparición de un bienestar verificable y de la política como mecanismo del acuerdo, la ineficacia del sistema administrativo, la aparición de la sociedad perturbada, criminógena. La lista de males espantaría, pero los autores del diagnóstico están allí para recordar que de peores cosas hemos salido. Ilustración y academia nos señalan los poderes de la republicanía para enmendar el crimen, los fanáticos de la gens fueron un poco más allá: hablaron de la generosidad y la pureza del gentilicio. El chovinismo nunca fue tan nauseabundo. Democracia de partidos y sin actores funcionales, elecciones como verificación del malestar, en el primer caso una sociedad de oportunistas, en el segundo el puro descontento de unos parias, todavía pretenciosos de aquello ni siquiera intuido: el civismo como recato. Electores sin doctrina, pero ahítos de ideas redentoristas.
En 2017 tuvimos un referendo, el ejercicio de consulta más rotundo de nuestra historia, mostró una sociedad crédula pero confiscada («Rechazo y desconozco el proceso fraudulento de convocatoria a una constituyente sin consulta previa…», así rezaba aquel juramento. No solo hubo constituyente, también después una elección fraudulenta y anticipada.) El fetichismo de las maneras se había mostrado a plenitud. Pero habría más. Siete años después se rebaja la categoría a elecciones, como si se tratara de evaluar un período de gobierno, como si fuera posible dudar de la ruina y degradación. Se trata de un veredicto, no de un juicio. Pero se les ocurre una feria electoral con candidatos variopintos, ni siquiera un plebiscito.
Agotados todos los gestos de la formalidad prevista, conciliadas las muchedumbres, uniformada la sociedad en su aceptación de la miseria, sin clases sociales ni educación como disidencia, Venezuela es hoy un organismo autoinmune, devorada por su propia herencia, esta la lacera hasta reducirla a la peor de las discapacidades: el conformismo. Y a la vez, carece de las fuerzas internas que le permitan morir para renacer. Como en el mito griego, la única manera de enmendar la monstruosidad creada por el acto de lujuria de Pasifae, deberá ser entrar al laberinto y que Teseo sacrifique al Minotauro.
©Trópico Absoluto
Autor: Miguel Ángel Campos
Maracaibo
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