Reflexionando en el teclado
Parada sobre el apagado faro público, la gaviota escruta a los peatones que en el frío de la naciente mañana salen de sus refugios a cumplir con sus obligaciones. Los humanos tienen agendas, tienen compromisos, asisten a lugares en los que al pasar 30 días haciendo casi lo mismo, les pagan con unos papeles que luego los cambian por comida.
“Trabajo”, le llaman.
Unos salen sonrientes porque tienen la esperanza de que algo en el día va a mejorar. Otros salen con caras largas y preocupadas, porque creen que el día que están por enfrentar será igual de aburrido que el anterior, y que el anterior a ese, y que el anterior al anterior.
La gaviota los analiza y sabe que aunque todos los humanos son iguales, en escencia, todos los humanos son diferentes.
Desde la altura la gaviota puede adivinar quienes disfrutarán de la jornada y quienes la verán como un obstáculo, como una pesada carga que hay que levantar hasta llegar de nuevo al refugio.
La Gaviota sabe quienes retornarán cansados, malhumorados; y quienes volverán contentos, agradecidos, satisfechos con la jornada. Ella puede leer los rostros de los humanos y descifrar cómo vivirán la nueva jornada.
Desde lo alto, y sin siquiera conocer sus nombre ni a donde se dirigen, la gaviota sabe quienes afrontarán el día con alegría, y quienes lo harán con pesar.
Desde su farol, el ave sabe que tiene delante una nueva jornada en blanco, que es una oportunidad espectacular para agradecer, vivir y disfrutar.
Ella lo entiende, y aunque se lo anuncia a los humanos con sus estridentes graznidos, éstos están muy ocupados dirigiéndose a sus trabajos. Ellos no saben lo que sabe la gaviota.
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