Actualidad

Keila Vall de la Ville, escritora caraqueña en NY: “El proceso migratorio es inseparable de mi escritura”

0

Keila Vall de la Ville (Caracas, 1974), es una escritora venezolana radicada en Nueva York, que se sumerge en el tejido de la realidad a través de su formación en antropología, con una especialización centrada en el estudio del paisaje. Su fascinación por los espacios, ya sean míticos o históricos, rituales o seculares, se entrelaza en su narrativa dando a entender el profundo interés en cómo los lugares dan sentido y significado a lo vivido en ellos.

Para Vall de la Ville, su crianza marca una parte de su formación como autora, ya que transcurrió en un entorno impregnado de creatividad y crítica, con una madre cineasta y un padre guionista. La influencia del entorno familiar no se detiene ahí: ella estableció un ritual en el que su padre la guiaba hacia la elección de libros, marcando el inicio de su conexión profunda con las palabras. Ese legado sembró la semilla de su amor por la escritura.

De su paso por talleres de narrativa surgieron sus primeras incursiones literarias, como Ana no duerme, libro de cuentos que en 2006 fue finalista del concurso para autores inéditos de la editorial venezolana Monte Ávila. La llama creadora la llevó, ya establecida en Estados Unidos, a la escritura de su primera novela, Los días animales (OT Editores, 2016), y de su primer poemario, Viaje legado (Bid&Co, 2016). A finales de 2023, la autora presentó en España su segunda novela, Minerva, editada por Pre-textos y en la cual la autora disecciona las fronteras del ser, reflexiona sobre la migración y de cómo el paisaje genera descubrimientos en nuestra identidad.

La escritora venezolana Keila Vall de la Ville. PUNGUI MULLER
Foto cortesía: PUNGUI MULLER

– ¿Desde cuándo vives en Nueva York y por qué migraste?

– Me mudé a Nueva York en 2011 buscando una tregua a la crisis política, a la polarización, a un clima violento e inseguro que se me hizo insoportable, buscando protección para los míos y para mí, y transitando un momento de gran desánimo. Veía con alarma el desmantelamiento de las instituciones y la evidente pérdida de las formas democráticas, el discurso violento y retrógrado del estamento político-militar y una fractura muy profunda en la sociedad venezolana.

Pienso que también tenía una ambición: convivir con escritores de otras procedencias, asentarme en un universo mayor y desconocido para mí. Quería contrastar mi escritura en nuevos espacios, explorar, retarme y ver si mi escritura sobrevivía el salto. Fue así que apliqué a un programa de maestría en Escritura Creativa en la Universidad de Nueva York, y al ser aceptada y recibir una beca, decidí viajar. Mi idea era estudiar, que mis hijos aprendieran inglés, y para entonces con mis libros ya listos, regresar a Venezuela. La situación, lejos de mejorar, continuó decayendo y, en tanto, ocurrió lo que muchas veces pasa: me fui asentando. La adaptación fue quedando atrás, y de visa en visa, de un poco más en un poco más, con aquella incertidumbre, terminé estableciéndome como venezolana neoyorquina.

– ¿Ves el proceso migratorio como una parte fundamental para crear el estilo de tu escritura?

– El proceso migratorio es inseparable de mi escritura. De hecho, solo mis tres primeros libros fueron publicados en Venezuela, y dos de estos tres los terminé de escribir ya viviendo en el extranjero. Desde entonces he publicado seis libros. En los Estados Unidos, dos libros de cuentos, Ana no duerme y otros cuentos (2016) y Enero es el mes más largo (2021); la traducción de Los días animales (2021) y un libro de crónicas, El día en que Corre Lola Corre dejó sin aire a Murakami (2022). En España, la novela Minerva (2023) y el libro de poemas Perseo en Si bemol (2023).

He escrito casi todos mis libros en contacto con voces, autores e influencias que no hubiese encontrado de haberme quedado en Venezuela, viviendo experiencias inseparables de los programas académicos de la Universidad de Nueva York y de Columbia, del bilingüismo, de la reconfiguración identitaria que supone descubrir canales de conexión con otras voces latinas o hispanas viviendo en EE UU. Mis personajes hablan español venezolano, mexicano, colombiano, peninsular, spanglish y medio warekena.

Como autora, como mujer y como madre, he madurado marcada por la conciencia de una cierta precariedad y una fuerte incertidumbre. Mi familia y yo hemos vivido la inmigración de todas las maneras que en nuestra vida han sido posibles. Pienso que en el recorrido vital de cada quien son determinantes las raíces y la herencia; también marcan profundamente las decisiones tomadas, el emplazamiento y el contexto en el que se vive. De tal manera, aunque desconozco qué o cómo escribiría si viviera en Venezuela, estoy segura de que mi trabajo sería otro. Asimismo, es imposible saber qué escribiré más adelante. Esto le ocurre a todo escritor abierto a influencias, curioso, y determinado a asentarse en su propia voz, a escribir cada vez más y mejor. Vas siendo quien eres poco a poco. En tal sentido, pienso que la experiencia política reciente en Venezuela y su consecuente diáspora han marcado a la literatura venezolana, tanto dentro como fuera del país, y cada vez tiene más sentido aproximarse al fenómeno en términos globales y no tanto considerando las fronteras geográficas que se interponen a la hora de leernos y vernos bien.

– “¿Qué raza eres?” es la pregunta detonante con la que comienza Minerva, una novela que habla de la búsqueda de identidad. ¿Qué sentimiento generó esa pregunta tanto para Minerva como para ti en lo personal?

– Tanto a Minerva como a mí esa pregunta nos impacta. A mí me asombró e incomodó mucho el encuentro constante con esta cuestión al mudarme a Nueva York: al inscribir a mis hijos en el colegio, al llenar mis planillas en la Universidad, al aplicar a seguros y completar los primeros formularios médicos. Me impresionó en primer lugar porque, en realidad, tal categoría no existe. Existe una sola raza: la humana. Lo que en Estados Unidos llaman raza se refiere a la cultura con todo el peso histórico y social que la cultura comporta, claramente. Que existan patrones genotípicos y fenotípicos asociados a una desigualdad socioeconómica y política arraigada en la historia de un país no convierte a todas las personas con esas características físicas en una misma “clase de humano”. La raza es una sola.

Me ofendía sentirme obligada a responder una pregunta tan anacrónica y poco informativa. Así que no lo hacía, completaba el formulario escribiendo “humana”. Luego entendí que la demografía de un país así considerada, segmentada y clasificada redunda en beneficios para la población minoritaria. Ahora respondo “latina”, o “hispana”. Pero veamos: ¿desde cuándo “latino” o “hispano” es una raza? Esto es algo que Minerva resuelve a su manera. Sintetizando el acervo sociocultural hispano en una simple oración, ella dice: soy de la raza que baila.

Portada del libro Minerva de Keila Vall de la Ville. EDITORIAL PRE-TEXTOS

– ¿Por qué crees que últimamente existe la necesidad, y en especial en la sociedad estadounidense, de etiquetarnos?

– Las etiquetas son construcciones o expresiones identitarias inseparables de la voluptuosidad precaria o de la precaria voluptuosidad característica de los tiempos que corren, inseparables del orden económico transnacional y, claro, de los medios de comunicación masivos. Ofrecen la posibilidad de compartir con otras personas desconocidas.

Quizás, el debilitamiento de los grandes marcos teóricos que antes abarcaban, o más bien encasillaban, separaban o acercaban entre sí a las personas proporcionándoles un sentido de seguridad generó un vacío, y llevó a la búsqueda de nuevas categorías alejadas de lo colectivo y más bien ligadas al recorrido íntimo, individual, local. Por una parte, son inseparables del aislamiento social contemporáneo, proporcionan cierto sentido de pertenencia y cercanía, y en tal sentido son formas de acompañamiento y afiliación: eficientes manifestaciones mercantilistas pero también formas de presencia y acción política. Dan protagonismo a las diferencias, trátese de discontinuidades políticas, territoriales, culturales, de género, de acceso a recursos; y ofrecen la posibilidad, con todo y su reduccionismo, de abrir la discusión sobre cada una de estas maneras de estar y ser. No es lo mismo experimentar el mundo siendo hombre o mujer, de género fluido, migrante, desempleado, niño; no es lo mismo vivir en los Estados Unidos como latina que como estadounidense negra o como estadounidense blanca. Cada una de estas realidades antropológicas supone una experiencia, unos privilegios, unas dificultades y unos retos particulares. Las etiquetas nombran estas particularidades.

La tendencia contemporánea nació en los Estados Unidos, sí, pero se ha arraigado progresivamente en otros países. Las observo con atención porque entiendo su función tanto como su riesgo. Digo con frecuencia que las fronteras están hechas para cruzarlas. En tal sentido, las etiquetas no son más que fronteras a atravesar. Es bueno tener presente que la diferenciación entre “nosotros” y “otros” es intrínseca a la experiencia humana, al proceso de identificación del ser cultural. Las etiquetas son en el mundo del capital global uno de los infinitos disfraces de esta antigua necesidad.

– La narradora de esta novela, Minerva, es bailarina, y la danza es su espacio de herencia y seguridad. ¿Somos aquello que nos da libertad?

– Honestamente, no lo sé. Cada quien tiene su propia idea sobre la libertad y sobre cómo alcanzarla. En el caso de Minerva, sus personajes son eso que les da libertad, y a la vez necesitan libertad para ser quienes son. La expansión es una condición necesaria para que las personas tengan la posibilidad de descubrir y expresar su identidad. Por lo tanto, sin libertad no hay posibilidad de ser.

Minerva se siente segura bailando y se siente segura posando. Ambas experiencias son meditativas, y ambas experiencias la arraigan. Ella toma prestado un verso de Bob Dylan que dice: “I know it looks like Im moving, but Im standing still”. Eso le pasa cuando baila. Y luego dice: “Yo sé que parece que estoy inmóvil, pero estoy vibrando, estoy bailando”. Esto le ocurre cuando posa. Ella transita entre ambas experiencias, y es quizás en la fisura entre las dos que alcanza la libertad. En ese vacío de todo. Esto en un sentido abstracto. Pero en un sentido muy concreto y real, Minerva se va de Venezuela cuando descubre que allí, controlada por las fuerzas autoritarias y la estética retrógrada imperante, además de restringida, ahogada por el amor sobreprotector de sus arriesgados padres, no podrá ser libremente quien está supuesta a ser.

– Un elemento que hila la novela es la relación de Minerva con sus tres padres. Son dos hombres y una mujer, una relación poliamorosa. ¿Es el amor la fuente de salvación en esta historia?

– Absolutamente. Minerva es hija de tres seres humanos que se encuentran, se hacen amigos, se enamoran y empiezan una vida conjunta fundada en el apoyo y el respeto al otro. Es hija de dos hombres y una mujer que desconocen o dicen desconocer la identidad de su padre biológico; crece en una sociedad machista, conservadora y bajo un régimen político militarista, patriarcal y autoritario. Como joven inmigrante, años más tarde, se enfrenta sola a un país y una cultura que desconoce, y supera cada una de estas dificultades gracias al amor que la rodea desde pequeña, y a su determinación de conectarse con las personas también de manera amorosa. Su fortaleza es la de sus propios padres, que le han enseñado a luchar por la expansión. Cuando deja Venezuela lo hace también por protegerlos, y al llegar a los Estados Unidos y en medio de una gran desolación, no deja de experimentar el cariño en la familia elegida en esos amigos migrantes que le muestran un camino, la acompañan y se dejan acompañar. Es por y desde la solidaridad, desde el empeño por ver al otro tal cual es, y por amor puro y simple, que Minerva toma las decisiones que toma. Incluso las más difíciles y arriesgadas.

– ¿Cómo manejaste introducir en la narración a una familia liberal caraqueña del siglo XX? ¿Tienes la intención de incomodar a tus lectores más conservadores?

– Minerva es una historia sobre el enfrentamiento entre universos posibles. ¿En qué universo queremos vivir? ¿En uno en el que las dinámicas y relaciones políticas, sociales y emocionales son controladas autoritariamente; o en uno expansivo, orientado a la diversidad y la libertad? La familia de Minerva es metáfora de las ilimitadas maneras de ser y autodefinirse que existen, representa los mundos posibles, el derecho de recorrer el propio camino y decir yo soy así, ahora, acá, y mañana puede que sea otra persona y eso está bien, y aún más: es lo deseable. Simboliza la resistencia ante todo pensamiento o estética única, y ante cualquier forma de autoritarismo.

Yo no escribí la novela para molestar, siempre supe que debía contar cierta historia, hablar de cierto tema, y a partir de allí nació el proyecto de ficción. Ubiqué a esta familia diversa y arriesgada en un lugar que conozco bien, en el que ser diferente puede pagarse caro: el país en el que nací. Si la historia desestabiliza zonas de confort, pues bien, no hay nada qué hacer. Existen distintas identidades de género, tantas maneras de entender el amor como personas en el mundo, e innumerables concepciones de felicidad y sobre cómo alcanzarla. El conflicto y la posible coexistencia entre el mundo conservador y el liberal, entre los valores más tradicionales y los más contemporáneos, es visto en la novela como símbolo o evocación de algo mayor: invita a una reflexión sobre la posible convivencia pacífica de distintas visiones del mundo.

– Minerva es una triangulación de lugares, Caracas, Nueva York, vestigios de la guerra civil española. ¿Cómo se manejan los lugares en la ficción para sacarles provecho a los personajes dentro de la novela?

– Los seres humanos procesamos el mundo exterior a través de los sentidos y la interpretación. Ocurre con las versiones o relatos que elaboramos sobre el pasado, sobre el presente, sobre nuestros semejantes, y ocurre con los lugares. Cada lugar está impregnado de la historia colectiva y de la más íntima: acá ocurrió esto, acá escuché esta pieza musical por primera vez, recibí esta noticia feliz o tuve mi primer despecho, esto representa para mí este sitio. Un lugar y un tiempo son mucho más que un lugar o un tiempo. Más aún: ¿qué evoca Perro semihundido de Goya, con apenas su cabecita emergiendo del médano que lo sumerge, o Rojo claro sobre rojo oscuro de Rothko, o los Bichos y Bichitos de Gego? Estas obras de arte pueden también ser lugares. Las Variaciones Goldberg pueden asociarse a un lugar o a un evento de manera tal que cada vez que las escuchas vuelves allí.

Qué es para mí y cómo quiero que esté en mis relatos el cerro El Ávila. En esta montaña que llaman la Sultana de Caracas, referencia cultural y paisajística de la ciudad, y también el lugar donde yo entrenaba a diario siendo escaladora de rocas, de la que bajaba con las mejillas rosadas y llena de vida, asesinaron a un amigo una tarde cualquiera en medio de un secuestro. ¿Qué historia llama a la montaña, cuándo surgirá el Ávila en uno de mis cuentos? Los personajes y sus historias llaman a los lugares. Y, del mismo modo, los lugares ayudan a construir las historias de los personajes. El entramado que los une no es inevitable, es una decisión, siempre tiene un motivo. ¿De qué depende? De la cualidad que, de acuerdo a mi interpretación como autora, tiene el lugar en cuestión y de lo que pide el personaje. Un lugar generoso puede ser al mismo tiempo el más feroz. Un tiempo muy difícil puede ser también muy tierno, u ofrecer la posibilidad de mirarse a si mismo y conocerse mejor. El significado de los lugares está sujeto a la experiencia cultural e individual y la interpretación más íntima, y asimismo, la historia de cada personaje da sentido al lugar. Es un proceso interesantísimo. Así me relaciono con los tiempos y los paisajes en mi trabajo de ficción.

– Este libro bebe de los efectos de la crisis en Venezuela. Hay historias reales como la del agrónomo Franklin Brito, quien denunció la inutilidad del pesticida del que se beneficiaba el Gobierno. ¿Qué tan necesario era incluir en esta novela episodios de la realidad venezolana contemporánea?

– Cada una de esas historias con sus particularidades y nombres propios son señuelos, miradas a las distintas formas en las que el pensamiento autoritario, los regímenes antidemocráticos y, en general, el imperio de un pensamiento único ejercen su poder sobre los cuerpos de los individuos y las colectividades.

Algunas personas leerán la novela con estas referencias históricas a mano, y otras no, y esto no es tan relevante. Mantener un lazo muy ajustado con ciertos eventos fue un gesto estético y político, pues no es lo mismo decir: “Imagínense que esto ocurriera”, que decir: “Esto pasó y horrores similares pasan a diario y pueden volver a ocurrir. Es urgente mantenernos alerta para que no ocurran más”.

– ¿Crees que es imposible no hablar de la crisis política, social y económica venezolana en la ficción de los escritores venezolanos contemporáneos?

– Cada autor o autora escribe sobre lo que siente está llamado a escribir. Es lógico que esa experiencia aparezca retratada en el trabajo literario de un modo o de otro, pero esto no supone escribir sobre o a partir de la situación venezolana o en respuesta a nuestra propia condición como inmigrantes. Yo no siento que sea un tema literario del que no podamos escapar. En mi caso, aunque en mi escritura haya elementos y preocupaciones que evocan la experiencia política reciente, el trauma sociopolítico y la diáspora venezolana, estos elementos conectan directamente con la experiencia de mis abuelitos catalanes, que como exilados se conocieron en París después de la guerra civil, cuando luego de casarse recibieron en regalo de parte de un amigo que no podía viajar por razones de salud los pasajes de barco que había comprado para él y su esposa. Lo que relato es indisociable de la historia de mis otros abuelitos, polacos escapados justo antes del Holocausto en un barco que iba de Holanda a Ecuador, y que, convencidos por el capitán, se bajaron en Venezuela. Es también indisociable de mi propia convivencia con inmigrantes chilenos y colombianos, por mencionar dos nacionalidades, que llegaron a Venezuela en el siglo XX huyendo de sus respectivas tragedias nacionales. Lo que escribo es indisociable de las conversaciones que sostengo con los venezolanos empleados en un restaurante de tapas españolas ubicado a cuatro cuadras de mi casa en Nueva York. Es indisociable de los idiomas que se amalgaman por instantes en el Reservoir, un lago en Central Park abrazado por un sendero en el que corro, y que imagino como banda sonora transportadora.

A mí me interesa el trabajo metafórico, lanzar señales, evocar ideas, dejar botellas sueltas al mar y ver quién las toma y qué ocurre con esto luego. Creo que los tiempos formativos y las primeras experiencias académicas y de la adultez temprana marcan el trabajo de un escritor. Ahora bien, busco dar un paso más allá y trascender esa reserva fundamental para alcanzar temas globales, con los que cualquiera pueda relacionarse. Para eso es la literatura, para conectar, generar discusiones, ofrecer miradas susceptibles de múltiples interpretaciones. Todo lo que se cuenta es una excusa para contar algo distinto. No pienso que de la problemática venezolana no se pueda escapar, no creo en compromisos políticos, ni siento un llamado moral a hablar de algún tema en particular. Escribo lo que me pide ser escrito, el mundo es una cosa asombrosa, está siempre naciendo. No hay que olvidarlo, hay que intentar quedarse en este asombro.

Lea también

Comentarios

Comentarios cerrados.

Más de Actualidad